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El Jubileo nos pide que nos pongamos en camino y que superemos algunos límites. Cuando nos movemos, de hecho, no cambiamos solo de lugar, sino que nos transformamos nosotros mismos. Por eso, es importante prepararse, planificar el trayecto y conocer la meta. En este sentido la peregrinación que caracteriza este año empieza antes del propio viaje: su punto de partida es la decisión de hacerlo. La etimología de la palabra ‘peregrinación’ es decididamente significativa y ha sufrido pocos cambios de significado. En efecto, la palabra deriva del latín per ager, que significa “a través de los campos”, o per eger, que significa “cruce de frontera”: ambas raíces señalan el aspecto distintivo de emprender un viaje.
Abraham, en la Biblia, es descrito así, como una persona en camino: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre” (Gn 12,1). Con estas palabras comienza su aventura, que termina en la Tierra Prometida, donde es recordado como un “arameo errante” (Dt 26,5). También el ministerio de Jesús se identifica con un viaje desde Galilea hacia la Ciudad Santa: “Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén” (Lc 9,51). Él mismo llama a los discípulos a recorrer este camino y todavía hoy los cristianos son aquellos que lo siguen y se ponen a acompañarlo.
El recorrido, en realidad, se construye progresivamente: hay varios itinerarios por elegir, lugares por descubrir; las situaciones, las catequesis, los ritos y las liturgias, los compañeros de viaje permiten enriquecerse con nuevos contenidos y perspectivas. La contemplación de lo creado también forma parte de todo esto y es una ayuda para aprender que cuidar la creación “es una expresión esencial de la fe en Dios y de la obediencia a su voluntad” (Francisco, Carta para el Jubileo 2025). La peregrinación es una experiencia de conversión, de cambio de la propia existencia para orientarla hacia la santidad de Dios. Con ella, también se hace propia la experiencia de esa parte de la humanidad que, por diversas razones, se ve obligada a ponerse en camino para buscar un mundo mejor para sí misma y para la propia familia.
El Jubileo es un signo de reconciliación, porque abre un «tiempo favorable» (cfr. 2 Cor 6,2) para la propia conversión. Uno pone a Dios en el centro de la propia existencia, dirigiéndose hacia Él y reconociéndole la primacía. Incluso el llamamiento al restablecimiento de la justicia social y al respeto por la tierra, en la Biblia, nace de una exigencia teológica: si Dios es el creador del universo, se le debe reconocer una prioridad respecto a toda realidad y respecto a los intereses creados. Es Él quien hace que este año sea santo, dando su propia santidad.
Como recordaba el Papa Francisco en la bula de convocatoria del año santo extraordinario del 2015: “La misericordia no se opone a la justicia, sino que expresa el comportamiento de Dios con el pecador, ofreciéndole una nueva oportunidad de arrepentirse, convertirse y creer […]. Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en virtud de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, por tanto, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque ofrece la certeza del amor y de la vida nueva (Misericordiae Vultus, 21).
Concretamente, se trata de vivir el sacramento de la reconciliación, de aprovechar este tiempo para redescubrir el valor de la confesión y recibir personalmente la palabra del perdón de Dios. Hay algunas iglesias jubilares que ofrecen continuamente esta posibilidad. Puedes prepararte siguiendo un esquema.
Hay muchos modos y muchas razones para rezar; la base es siempre el deseo de abrirse a la presencia de Dios y a su oferta de amor. La comunidad cristiana se siente llamada y sabe que puede dirigirse al Padre solamente porque ha recibido el Espíritu del Hijo. Y es, de hecho, Jesús quien ha confiado a sus discípulos la oración del Padrenuestro, comentada también por el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. CCC 2759‑2865). La tradición cristiana ofrece otros textos, como el Avemaría, que ayudan a encontrar las palabras para dirigirse a Dios: «Mediante una transmisión viva, la Sagrada Tradición, el Espíritu Santo, en la Iglesia, enseña a orar a los hijos de Dios» (CCC 2661).
Los momentos de oración realizados durante el viaje muestran que el peregrino posee los caminos de Dios “en su corazón” (Sal 83,6). Este tipo de alimento necesita también de paradas y escalas varias, a menudo situadas en torno a ermitas, santuarios, u otros lugares particularmente ricos desde el punto de vista del significado espiritual, donde uno se da cuenta de que -antes y al lado- otros peregrinos han pasado y que esas mismas vías han sido recorridas por caminos de santidad. De hecho, los caminos que llevan a Roma coinciden a menudo con la trayectoria de muchos santos.
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